A mi papá le encantaba imaginar y contar historias. Yo
siendo niña escuchaba con gran detenimiento cada una de ellas, imaginando cada
palabra que él decía para recrear las imágenes en mi cabeza. Pero ese verano de
1992, la historia que me contó, aún treinta años después la recuerdo, y ya dudo
que olvide. Cuando realmente estamos en el momento presente, cada detalle se
guarda exacto en la memoria, y por más años que pasen, puede volver a ser
revivido una y otra vez, exactamente, como si el tiempo no hubiese pasado.
En esos tiempos, vivíamos en un alejado pueblo donde las
calles eran para un lento andar, los vecinos estaban a unos cuantos pasos y el
color verde era el predominante al levantar la vista. Teníamos una hermosa casa
para disfrutar de cada una de sus enormes habitaciones sólo mamá, papá y yo. La
casa tenía vida por si misma. Cada rincón tenía una anécdota. La pared del
living con el crayón rosa de cuando tenía tres años. El piso de madera rayado
por mis patines “renata, andá a patinar a la galería” me decía cansada mamá.
Pero cuando mamá no me veía nunca le obedecía. Las puertas blancas, que ya eran
beige y estaban masculladas por la cantidad de golpes que habían recibido por
el viento. “hay que ventilar” decía mamá, renovar el aire. Todo, absolutamente
todo, tenía un significado para mí.
Aquella tarde que tan bien recuerdo, llovía. Las gotas caían
del cielo gris sin parar. El viento hacía bailar los árboles de la derecha a la
izquierda, casi parecían ir al ritmo de la canción “as time goes by” de frank
sinatra que sonaba de fondo. Mi mamá es una apasionada de ese tipo de música, y
aún concuerda en lo bien que combina ese cantante con la lluvia. La gran
mayoría de los días domingos por la mañana, papá solía despertarla a mamá: “una
musiquita romántica para calentar el cuerpo al salir de la cama” le decía
mientras bailaba hacia la cocina a preparar el desayuno. Tostadas con manteca y
miel. Era la tradición del domingo.
Pero el sábado de la tormenta, yo no recordaba a papá, sino
a mi abuelo. Él me decía cuando era aún más pequeña: “renata, no creas en los
pronósticos científicos de la lluvia, confía en este anciano que ha visto ya
mucha agua correr, cuando las gotas caen copiosamente haciendo globitos en los
charcos, significa que no parará por un largo tiempo”.
Así que allí
estaba, con mis siete años de edad; arrodillada en el sillón del living,
apoyando mis codos sobre el respaldo de ese largo y esponjoso sillón beige,
viendo a través del enorme ventanal que en épocas de sol ilumina el interior de
la casa hasta sus últimos rayos, cómo la lluvia caía haciendo burbujas sobre la
piscina de nuestro parque. Sí, porque en aquel entonces no existían todos esos
aparatos extravagantes con los que se divierten los chicos hoy en día,
hipnotizados frente al televisor, o usando ¿cómo le dicen? “la red” para hablar
con sus amigos. En esa época los chicos teníamos que usar la imaginación para
divertirnos. Mirar la lluvia por
ejemplo. O como en los días de sol, yo iba con la bicicleta que me había
regalado mi tía. Esa a la que le había colgado las cintas de color verde,
celeste, violeta y rosa, andando por mi barrio tocando la campañita para ver si
alguna amiga venía a chapotear a mi pileta, o a jugar al “banco central” los
días de invierno. Sí. Lo recuerdo perfecto, los billetes eran recorte de papel
de diario que había leído papá el día anterior con un enorme número escrito por
nosotras. 10, 20, 50. Y pasábamos la tarde entera depositando dinero, siendo
señoras reconocidas con carteras elegantes y tapados de paño. Eran los de mamá,
claro. Ella no se enojaba, al contrario, disfrutaba vernos jugar mientras nos
hacía madalenas a mis amigas del barrio y a mí.
La tarde de la copiosa lluvia, mamá también cocinaba
madalenas para la merienda. Me encantaba mojar el manjar en la leche tibia, y
ella lo sabía bien. Aún recuerdo el aroma
a vainilla que salía del horno aquél día y perfumaba toda la casa.
Mientras tanto, papá leía el diario, como todos los sábados. Era extraño, él lo
leía el día sábado, no el domingo como la mayoría de las personas lo hacen. De
repente, papá levanta la vista de su periódico. Me observa y decide dejarlo a
un lado. Descruzando las piernas y levantándose de la vieja silla mecedora de
mimbre que le dejó el abuelo, camina hacia
mí y en silencio se coloca a mi lado, imitando mi posición. Entonces
presta atención a la lluvia, tal como lo hacía yo.
Habrán pasado unos quince minutos, cuando rompe la postura y
me dice “te voy a contar una historia. Trata de la hormiguita que vive en aquel
árbol”. Me señala el pino que él plantó junto al abuelo el día que se mudaron a
aquella casa. Era un árbol enorme, de unos casi tres metros de altura, que daba
sombra a la antigua mesa de cemento de ping pong. Mi papá entusiasmado,
comienza a contarme cómo la hormiguita había salido del hormiguero muy temprano
en la mañana, con los primeros rayos de sol a buscar los alimentos. “es una
hormiguita obrera, deben dedicar su vida entera a alimentar a las crías y
reconstruir el hormiguero cuando es necesario” me decía papá. ¿acaso las
hormigas no pueden elegir si quieren ser obreras, reinas, madres, viajar en
hojas o mudarse a otro arbusto? Pensaba en ese entonces a mi corta edad.
“La hormiguita estaba muy concentrada en sus quehaceres del
día a día, había llevado ya muchas hojas al hormiguero, sólo le quedaba una
sola por traer para completar la tarea, así que vuelve a salir a destino por el
camino trazado, muy confiada y contenta pensando en cómo iba a descansar esa
noche con la conciencia tranquila por haber cumplido con su tarea. Cuando de
repente, escucha un terrible crujido del cielo que anuncia la lluvia. Dado lo
aterrador que era este acontecimiento, decide regresar apresuradamente hacia el
hormiguero a anunciarlo a todas sus compañeras. Una lluvia significaba una
posible inundación en el hogar y seguramente muchas compañeras no saldrían
vivas. Comienza a andar con sus seis patas sin respirar, teme de que las demás
no hayan escuchado el sonido de la lluvia. Entonces piensa en los huevos, cuan
acongojadas estarán todas las madres si la lluvia se lleva los huevos. El
corazón comienza a latirle muy fuerte hasta que de repente cae justo delante de
ella una gota de lluvia. Una enorme y transparente gota que choca contra la
rama del árbol por donde ella caminaba y la arroja brutamente hacia atrás. Casi
cae. Logra ponerse nuevamente sobre sus patas y nota que la inmensa gota borró
el camino. Está asustada, muy asustada, ahora teme también por su vida”. Miraba
atenta a mi papá con mis ojos extremadamente abiertos. ¡qué espantoso! Ser
hormiga. Un insecto tan pequeño para este enorme parque. Hasta una gota puede
ahogarla. Reflexionaba.
Mi papá me estaba haciendo ver lo pequeños que somos ante
semejante adversidad. La hormiga en su árbol. El ser humano en un pueblo, el
pueblo en una ciudad, la ciudad en un país, un país en un continente, un
continente en el mundo, un planeta en la vía láctea, la vía láctea en el
universo. El universo sin fin. Nosotros
somos esa pequeña hormiga preocupada por apenas una gota de agua.
“La hormiguita estaba anonadada, al borde del llanto, cuando
un caracol sale de su caparazón al escucharla y con palabras suaves intenta
calmarla. Dulcemente le explica dónde continúa el camino hacia su hogar, ya que
por su tamaño, puede verlo claramente desde mayor perspectiva. Como la hormiga
no se animaba a regresar sola a casa, el caracol decide acompañarla”. Mientras
papá contaba la historia, yo aprovechaba sus pequeñas pausas para pensar. ¿un
caracol también vive en el árbol? ¿cuántos seres distintos más pueden habitar
ese árbol? Y todos son amigos.
“Mientras caminaban, el caracol animaba a la hormiguita
haciéndole ver las cosas sin temor. Explicándole que en aquel hormiguero hay
muchísimas compañeras, seguramente oyeron el crujir del cielo, y ya
salvaguardaron a las crías. El caracol no dejaba de decir que todo estaría
bien. Luego de esquivar unas cuentas gotas, y el caracol tener que socorrer a
la hormiga de no quedar atrapada en la sabia del árbol, llegaron a destino. La
hormiga agradeció sin palabras que le
alcancen haberle salvado la vida. Tal como lo predijo el ahora amigo caracol,
todo estaba bien en el hormiguero. Desde la mañana temprano unas cuentas
hormigas habían estado construyendo un fuerte muro de barro para proteger el hormiguero
del agua. Ya sabían que se iba a aproximar la lluvia por el aroma a humedad que
había en el aire. La hormiguita comprendió que se debe confiar en el resto del
equipo y en la división de tareas. Este día la hormiguita aprendió varias
cosas, por ello andará con más liviandad y visitará a su amigo caracol muchas
tardes. Fin”
Había transcurrido media hora desde que papá comenzó con el
cuento. La lluvia aún no paraba, tal como lo predijo el abuelo. Yo seguía
mirando a papá con los ojos abiertos y parpadeando agitadamente. Él me mira, me
sonríe y me da un golpecito en la cabeza diciéndome “te quiero, mi pequeño
saltamontes”. Justo en ese momento, como si el tiempo coordinara las
situaciones, mamá nos llama para comer las deliciosas madalenas de vainilla. La
casa aún tenía ese aroma. Y también justo en ese momento, el disco de frank
sinatra termina su ronda. “vamos, mamá nos espera” dice papá y se levanta del
sillón sacudiendo las rodillas adormecidas.
Así recuerdo ahora a mi padre. Aunque ya no puede darme
golpecitos en la cabeza, continúa en mi conciencia, bailando el domingo por la
mañana, leyendo el diario en el sillon mecedor del abuelo, lo recuerdo al comer
tostadas con manteca y miel y cada vez que paso frente a esa hormosa casa de mi
infancia, cada vez que miro el pino, que ya debe tener unos cuatro metros, se
viene la historia de la hormiguita a mi cabeza. Y que, a pesar de las predicciones del abuelo, esa
tarde al esconderse el sol, paró de llover. Y la hormiguita estaba sana y a
salvo en su hogar.
Fin.
M. Belén Ferrer
22/08/2015
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