A Carolina se le antojaban cosas. Cada cosa que
deseaba, Carolina lo quería. Porque no le bastaba con un sueño, una ilusión, o
la sensación de cómo sería aquello si tuviera lo que ella anhelaba. No.
Carolina quería la cosa en sí. Ella necesitaba palparla, olerla, mirarla,
besar, saborear, para sentir que era suyo de verdad. Por ejemplo, si a Carolina
le gustaban las flores, no le bastaba con mirarlas en una hermosa pradera. Ella
necesitaba arrancarlas, tenerlas en sus manos, llevársela a su casa, examinarlas,
hallar el polen dentro, que le combinen con el cuarto, que le perfume la ropa
hasta que las pobres flores morían. Si a Carolina le gustaba el dulce de leche,
a ella no le bastaba con untarlo al pan. Ella quería tomar el pote, agarrar una
cuchara, y saborear el dulce. Sentir una gran cucharada diluyéndose en su boca,
que se le pegoteen los labios, hasta que le doliera la panza. Así de intensa
era Carolina. Descreía totalmente de la idea de que las cosas se podían
aprender o vivir a través de los ojos de otros. “Eso es sabiduría” decía un
escritor que leyó alguna vez. Pero ella refutaba la idea, y pensaba “No tiene
sentido. Tiene que ser vivido en carne propia. Al diablo todo lo demás”. Así
iba Carolina por la vida. Intensa, aplicaba sus cinco sentidos a cada paso que
daba. Le ponía vida a todo, a aquellas cosas que la tenían, le ponía más
énfasis aún. De los pájaros admiraba sus colores, la forma de caminar. Más que
caminar, Carolina lo sabía bien. Los pájaros no caminan, van pegando pequeños
saltitos, minúsculos, silenciosos, rápidos. Y mueven la cabeza veloz hacia un
lado y hacia otro, abriendo los ojos negros y mirando las enormes cosas del
alrededor. Agitando las alas, erizando el pelaje por el escalofrío del viento.
Sí, Carolina la niña, lo miraba todo. Cada detalle del mundo. Una tarde estaba
tirada al piso observando el recorrido de unas hormigas. Su madre al verla,
enojada le dijo “¡Qué haces Carito revolcada en el suelo, eso no se debe hacer,
levántate ya mismo!”. Carolina girando la cabeza lentamente por encima de sus
hombros y parpadeando casi a la misma velocidad, aún en el suelo, miró a su
madre y le respondió “Qué, ¿Está mal ser curiosa?”. Sí. Así era Carolina.
Curiosa, la vida era un misterio que ella tenía que descubrir, como una caja de
regalos que abría a cada segundo.
De joven, quería ser bailarina. Quería sentir la
música, mover el cuerpo al mismo ritmo en el que la música agitaba su corazón.
Quería ser bailarina y por supuesto lo fue. A veces lloraba cuando bailaba,
sonreía, temblaba. Cada sentimiento que las canciones le transmitían ella lo
expresaba. Era como si quisiera hacerle entender a la gente el torbellino de
sensaciones que tenía dentro suyo. Pero el resto sólo aplaudía diciendo “¡Qué
bailarina que es Carolina!”. Sólo eso. Más de una vez, se enfadó. Primero con
ella, creyendo que no se expresaba bien. Luego con los demás, porque no podían
ver lo que decía. Y luego con el mundo entero. ¡Cómo! ¡Cómo era posible que nadie
supiera bailar a su ritmo! Nada, ni una piedrita en el mundo entero, iba a su
mismo ritmo. Fue el día que dejó la danza. Entonces quiso Cocinar. Sí. Carolina
comprendió que con ese oficio se muestran los cinco sentidos. No cabe duda.
Cocinaba todo tipo de manjares. Dulces, salados,
suaves, crocantes. Humeante el pan recién salido del horno. Probó las cocinas
de todos los países. Viajó a China, estuvo en India, paseó por Francia.
Abriendo y cerrando ollas por doquier. Era líder en la cocina. Llegó a ser Chef
y a tener su propio servicio de catering. No había sabores como los de
Carolina.
Pero ella, la curiosa, entrando a la
vida de adulto, tuvo que aprender que las cosas no eran así. Que ella no podía
tener todo. Y que había cosas que en la vida, debía perderse. Después de todo, la vida resulta corta, y el
tiempo no le alcanzaba a Carolina para hacer todo lo que deseaba. Para ver
todos los colores, para recorrer todos los países, para vivir todo tipo de
experiencias. Un día, Carolina tuvo que conformarse. Conformarse… esa palabra fue
la que usó el médico el día que le dijo que no iba a volver a caminar.
Porque como una cosa lleva a la otra, la danza
frustrada la llevó a Carolina a la cocina. Y la cocina la puso en el horno. El
día que fue atropellada por aquel coche, corriendo detrás de un pastel de
casamiento, recordó entonces las palabras que leyó en aquel libro una vez
“Sabio, es quien aprende de los demás”. Y ella ante el golpe en su rostro
aquella tarde de Julio, sólo pudo decir “Ouch”.
Cuando fue traslada al sanatorio, ya no podía usar
sus cinco sentidos. Veía nublado, no entendía quien estaba a su lado, dónde
estaba, de donde venía el olor que percibía a desinfectante. Tenía las manos
entumecidas, no podía tocarse, no podía sentir dónde estaba recostada. No oía
del todo bien. Bullicio, sólo escuchaba bullicio y se movía a toda velocidad.
Carolina por primera vez se sintió atormentada. No podía dominar la situación.
Se dejó llevar, se entregó, se desmayó.
Sin más, de la noche a la mañana, como si no fuera
cierto que la vida cambia en un segundo, en un simple parpadeo, en un minúsculo
instante. Carolina en un segundo estaba corriendo tras el pastel de su primera
boda de cáterin, algo que la tenía totalmente ansiosa y feliz, y al segundo
siguiente tenía el pastel destruido en su rostro. Así de irónica fue la vida
para Carolina. Así de precisa fue la enseñanza que la vida tuvo que ponerle
delante. Nada más y nada menos que de un segundo para otro, un pastel en la
cara, arrojado con la misma intensidad con la que ella vivía. Como si dos
fuerzas de igual potencia hubiesen chocado y provocado el big bang, así, en un
segundo.
En la habitación del hospital ella seguía
atormentada. Sólo pensaba “Bueno, a ver cuándo termina este circo, tengo mucho
que hacer para perder acá el tiempo”. Pero la gente a su alrededor sólo le
decía “Tenés que parar. Pará, Carolina”. Y paró. Tuvo que hacerlo. Lo
comprendió sólo cuando el médico fue preciso “No vas a volver a caminar. Nunca
más Ni a bailar nunca más. Quizá puedas cocinar… en tu casa”.
Cuando regresó a su hogar meses después, se sintió
sola. Por primera vez y a los 35 años, Carolina se sintió sola. La gente iba a
un ritmo más veloz. Incluso para llegar al living la gente era más veloz que
Carolina. Lloraba. Desconsoladamente. No podía comer, no deseaba usar ninguno
de sus sentidos. Carolina sólo lloraba al ver cómo los demás llegaban más
rápido al living. No quería imaginar qué sucedía fuera. No asomaba nariz por la
ventana. Pensaba que se iba a sentir impresionada, todo le parecía una película
acelerada. Por primera vez, Carolina sintió que era ella que no estaba a ritmo
del Universo. Se había quedado atrás.
Fue entonces en los últimos días de marzo, cuando
todavía el sol quema pero no tanto, cuando despacio en su silla fue hacia la
puerta del jardín. Carolina estaba totalmente en Stop. Todo su cuerpo, no solo
sus piernas, habían dejado de andar. Carolina observó. Por primera vez, no
estaba mirando, estaba Observando. No se detuvo en un solo pájaro, en una sola
flor, en una minúscula hormiga. Carolina estaba con su silla de ruedas sobre el
suelo rojizo de la galería, sintiendo la cálida briza de marzo, mirando todo en
su totalidad. Cómo cada cosa estaba en armonía con el resto. Las flores estaban
escondiéndose porque el frío venía, los pájaros cantaban por la falta de
lluvia, los charcos estaban inmóviles por el escaso viento. Y el silencio,
decoraba toda la escena. Entonces, el silencio fue el sonido más atormentador
para Carolina. Fue la primera vez que escuchó el silencio.
Carolina al fin comprendió. La palabra del médico “conformarse”,
la transformó en “disfrutar”. La belleza de la vida no estaba en hacer grandes
cosas, cosas fabulosas para mostrarle a la gente, para que entendieran lo que
ella sentía. Para que el mundo viera sus logros, sus grandes aventuras y
recorridos. Para escuchar cuando la gente decía “Cómo canta Carolina, cómo baila Carolina”. Ahora estaba sobre
sillas de ruedas, y a nadie más que a ella le importaba. Lo que fue un día
nadie lo recordaría, más que ella misma. A nadie más le importaría cuántas
montañas atravesó, cuantos escenarios bailó. La gente ahora sólo decía “Pobre
Carolina” y sin más lo olvidarían. Carolina comprendió que sólo debía sentir y
vivir sus propias emociones. Porque el mundo de los otros era demasiado inmenso
como para fusionarse con el suyo, y que en esa silla cabía sólo ella. Carolina comprendió que la
felicidad y la grandeza, estaban
simplemente en el té con las amigas de la tarde, en la sobrina jugando con sus
gomas de cabello, y el brindis de un veinticinco de diciembre. De un amor que
dice sinceramente “te quiero” y en poder observar en su patio la quietud del
paisaje cuando se tiñe de rosado al atardecer. Porque a Carolina la vida le
pedía que afloje, que pare, que vea. Y justo
en ese momento, fue cuando se dio cuenta de las cosas. Pudo ver que las pequeñísimas
cosas, las que la gente ni cuenta, eran las grandes.
Conformarse… Carolina no podía tener la noche y el día, el sol y la
lluvia, el mar y el río, andar en sillas de ruedas y bailar. Carolina
comprendió una palabra más todavía. Elección. La vida se trataba de pequeños
segundos de elección. A cada minuto se debe elegir. Disfrutar de un verano en
la playa, o ir a la montaña, bailar o cocinar, disfrutar la noche, o despertar
temprano en la mañana, cruzar la calle corriendo para llegar a tiempo con el
pastel, o detenerse en el semáforo para finalmente obtener el pastel. Elección.
Conformarse, detenerse. Y esas palabras ahora para Carolina, tenían sentido. Y
estaban bien. Así tenía que ser. Entonces,
a la inversa de cuando bailaba, Carolina sintió que no comprendía el ritmo
acelerado al cual se movía el mundo.
M. Belén Ferrer
11/11/2015
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