Su respiración se agitaba cada
vez más. Intentaba hacerla más profunda, pero los pulmones ya dolían. Cada vez
que intentaba respirar más hondo, sentía que en realidad se asfixiaba más. Como
esas contradicciones de la vida, cuando se quiere salir adelante y los
obstáculos aparecen con más intensidad.
El cielo estaba totalmente
cerrado. Cubierto de nubes grises oscuras y negras, sobre otras grises más
claras. Lo único que pensaba él era “que no llueva, que no llueva”. Daba un
paso sobre las rocas, otro sobre tierra, esquivaba ramas, avanzaba con firmeza
a pesar del esfuerzo. Y sólo se repetía a sí mismo como mantra “que no llueva,
que no llueva”. Dio un paso más sobre una roca embarrada. Su pie resbaló y con
el otro trastabilló. Soltó las manos de la mochila con el afán de hacer
equilibrio y recomponerse en la marcha, cuando sintió la primera gota de lluvia
sobre su mano extendida en equilibrio.
Miró al cielo, con rencor. Sintió
que las nubes se reían de él. Se movían con la corriente del viento y él sentía
que estaban bailando riendo a carcajadas. Entonces detuvo la marcha. Aprovechó
a buscar el piloto dentro de la mochila y a tomar un poco de agua. Mientras se
quitaba la mochila de la espalda, la apoyaba sobre una roca y revolvía el
interior buscando el piloto, negaba con la cabeza. Y se repetía “No puede ser,
no puede ser, siempre me pasa lo mismo, siempre es lo mismo”.
Volvió a emprender la marcha.
Envuelto él y su mochila en el piloto. Caminaba mirando el suelo, en una
actitud de resignación pero también de costumbre. Cada montaña que se disponía
a escalar, cada maravilla del mundo que debía subir a ver, él caminaba ligero,
pensando en el objetivo, pensando en llegar, imaginando el paisaje que le
esperaba. Y también siempre llovió. Sólo una vez logró ver un cielo azul como
el océano pacífico. Fue cuando escaló el Gran Cañón. Pero no iba hacia arriba,
sino hacia abajo. Así que, allí estaba. Otra vez con el deseo de llegar a la
cima. Otra vez con poco tiempo, otra vez, con lluvia, otra vez caminando
apurado, otra vez… con la cabeza gacha, mirando hacia abajo.
El piloto estaba pinchado.
Seguramente se había enganchado con alguna rama en alguna aventura pasada. El
agua se filtraba, dejando que la mochila comience a mojarse. Las nubes
continuaban danzando con el viento, y el agua comenzaba a caer con más fuerza
aún. Lucas se enojaba cada vez más. “es increíble que cuanto menos quiero que
algo pase, más pasa” Se decía a sí mismo balbuceando. Unos minutos más luego de
varios pasos, notó que la mochila se hacía cada vez más pesada, que el agua
mojaba sus medias y el barro se hacía cada vez más lodo. Se veía casi con la
imposibilidad de avanzar, los orificios de la nariz se le abrían cada vez más
en busca de oxígeno y él sentía que aunque sus pulmones se llenaban de aire, no
le era suficiente para respirar. Pero a pesar de aquello, no abandonaba la
marcha. Lucas nunca abandonaba la marcha. Sólo pensaba en la cima.
De repente su pie se atasca entre
dos rocas. Hace fuerza para quitarlo. Luego de varios intentos, al fin logra
sacar el pie, pero la mochila era ya tan pesada que no pudo mantener el
equilibrio y cae con fuerza hacia atrás. De un segundo a otro está todo
embarrado, mojado, aquí tirado en el piso y balbuceando “por qué esto me pasa a
mí”. Ya no tenía fuerza para levantarse. Ni fuerza física ni mental. Estaba
acabado.
Otra vez con la cabeza gacha, la
respiración comienza a calmarse y el corazón bajar el ritmo. Lucas se mantiene
inmóvil, con la cabeza gacha al suelo. Allí sentado, en silencio, comienza a
escuchar el ruido de su respiración, comienza a notar el ritmo de su corazón.
Se da cuenta que están coordinados, que se necesitan mutuamente. ¿Qué haría su
cuerpo sin la respiración? Qué ¿haría su cuerpo sin su corazón? Están
estrechamente conectados. Depende uno del otro. Y por esa razón, bailan al
mismo ritmo. “Son como las almas gemelas del cuerpo físico.” Piensa. Luego, se
ríe. Se da cuenta que está delirando. No puede creer las deducciones que saca
su mente. Se ríe, se ríe más fuerte, y empieza a notar como las células se
activan con la risa. El cuerpo entonces entra en calor, y se pone de pie. “hoy
voy a llegar, a pesar de la lluvia, riendo”. Y continúa la marcha.
Ríe, y mira al cielo. Ríe y abre
la boca, siente las gotas de lluvia que embocan en el orificio y siente el
sabor a lluvia. A agua limpia a agua pura. Abre los ojos, las gotas golpean sus
párpados y aunque le cueste mantenerlos abiertos, hace el intento. Grita
despacio, grita más fuerte y unos pájaros que se refugiaban entre los árboles
vuelan hacia arriba. Sacuden las hojas, y un montón de agua cae sobre su cara.
La disfruta. La huele. Huele a humedad, a tierra mojada, a briza fresca. Huele.
Y por primera vez se da cuenta de que la lluvia tiene olor.
Entonces camina. Camina riendo, y
recordando que el sol, también tiene olor. Lo recuerda de niño. De cuando su
madre traía la ropa ceca de la terraza. Esa ropa acartonada por el sol que
todavía estaba tibia. Y Lucas la olía mientras su madre la doblaba sobre la
cama. Él recuerda ese olor, como el olor a sol. La naturaleza entera tiene un
aroma… un aroma y un ritmo. Y él estaba bailando con él. Por primera vez en todas sus caminatas. Quizá no le cuente a
sus amigos lo que vio en la cima. Quizá le cuente, mejor aun, lo que vivió
durante la subida.
Y de repente, sin pensar en la
cima sino en todo lo demás, se encuentra arriba. La lluvia cesa. Las nubes
continúan allí. El viento en la altura sin árboles es aún más fuerte, cierra
los ojos, éste golpea su cara, la velocidad es tanta que siente que no puede llegar
a respirarlo. Abre los brazos, piensa que si se quita la mochila pesada, sale
volando.
Está totalmente convencido que no
verá el panorama de Río de Janeiro desde el Morro Dois Irmaos. Como tampoco vio
el Cristo, ni Machupichu, la estatua de
la libertad y mucho menos Lanin. Pero esta vez, vio todo lo demás. Y ya no le
importaba. Porque había caminado tres largas horas viendo la mismísima
maravilla que es la vida, más valiosa que tan sólo una imagen para la foto.
M. Belén Ferrer
31-08-2017